Yo usaba mercromina

Los que tenemos cierta edad recordamos aquel líquido rojo que usábamos como antiséptico ante el mínimo rasguño. Estuvo con nosotros desde los años 30 del siglo pasado y es un invento del químico José Antonio Serrallach. Su composición consta básicamente de alcohol y mercurio, y su principal atractivo estaba en su característico color rojo chillón.

Usar mercromina molaba, te hacías un leve arañazo y después de la cura parecía que venías de la guerra. Llevar las rodillas untadas de mercromina te daba como un estatus especial, era algo así como la prueba de lo intensa que era tu actividad en el parque y mostrabas al mundo tus heridas de guerra con orgullo.

Pero un buen día, misteriosamente la mercromina desapareció de los botiquines caseros y en su lugar llegó el usurpador, Betadine, que se ve que desinfecta más y mejor, pero no te deja aspecto de haberte peleado con un oso grizzly. Su color amarillento les quita mucho mérito a los desconchones de las rodillas. Si al hecho de que mata más microbios le sumamos que se empezó a saber que el mercurio es muy tóxico y nocivo para el organismo, el Betadine consiguió desterrar definitivamente a la mercromina y se convirtió en el rey absoluto del botiquín.

El caso es que la mercromina aún se vende en farmacias porque, por lo visto, no tiene nada de perjudicial. Lo que pasa es que casi nadie la compra, por lo que me extraña que aún haya algún laboratorio que la fabrique.

Vuelve Mazinger Z

¿Os acordáis de Mazinger Z? Los que pasáis de los 40 seguro qué sí. Pues Mazinger ha vuelto, esta vez a los cines.

Se cumplen 45 años del estreno de la serie en Japón y 40 de su estreno en España. Con ese motivo, el cineasta japonés Junji Shimizu ha rodado un largometraje muy fiel a los orígenes y esencia de Mazinger que homenajea al personaje recreando una secuela que ocurre diez años después del final de la serie; es ‘Mazinger Z: Infinity‘, que llega hoy a las salas españolas.

A Go Nagai, que ha escrito el manga en el que se basa esta nueva película, le ha encantado el resultado: «Me gusta mucho -ha dicho-. Era el Mazinger Z que esperaba. Ha superado mis expectativas».

La película empieza cuando el expiloto Koji Kabuto, ahora un científico respetado, se encuentra con unas misteriosas ruinas en el monte Fuji. El descubrimiento, que trae de nuevo el recuerdo del Doctor Infierno, amenaza a la humanidad, por lo que el destino del mundo queda, una vez más, en manos de Koji Kabuto y Mazinger Z. Es decir, Mazinger en estado puro, tanto en la historia, como en la técnica, que Shimizu ha mantenido fiel al estilo original de hace casi medio siglo.

Esta no me la pierdo.


Visto aquí

En una época no muy lejana (III): no había ordenador y escribíamos cartas

No hace tantos años en las casas no acostumbraba a haber ordenadores y, el que conseguía que le compraran uno, lo utilizaba básicamente para jugar y lo veíamos como el más afortunado del mundo. ¿Qué hacíamos si no había internet ni móviles, ni redes sociales? Cuando querías hablar con alguien, simplemente le llamabas por teléfono y quedabas. Si querías comunicarte con alguien que vivía lejos le mandabas una carta, escrita a mano, por supuesto.

Yo me compraba ─y a veces me regalaban─ papel de carta, con dibujitos y sobres a juego. Era un regalo muy socorrido hace 30 años, siempre quedabas bien regalando eso.

Lo mejor era cuando llegaba la respuesta a tu carta. ¡Te hacía una ilusión!

Luego, cuando llegaba la Navidad enviábamos postales felicitando las fiestas. Ahora, como mucho, a todos nos llega algún WhatsApp de «Feliz Navidad» y ya está. Aunque debo confesar que con un grupo de personas, aparte de hablar por WhatsApp a día de hoy nos enviamos postales navideñas. Nos hemos negado a enterrar la tradición.

En una época no muy lejana (II): no hables mucho rato, que es conferencia

No hace tantos años no sólo no había teléfonos móviles, sino que fuera de las grandes ciudades los teléfonos no eran automáticos. No podías descolgar el teléfono y marcar un número porque no había números.

Así eran los teléfonos sin números para marcar

Si estabas en el pueblo y querías llamar a alguien, en cuanto levantabas el auricular salía la voz de una telefonista que te preguntaba dónde querías llamar y a qué número; ella se encargaba de establecer la comunicación desde su centralita. Para llamar desde la ciudad al pueblo ─en las ciudades sí que había teléfono automático─ tenías que marcar el número de la operadora, decirle a qué población llamabas y a qué número. Para llamadas dentro de la misma ciudad no hacía falta pasar por la telefonista.

La telefonista

Cuando querías llamar a alguien que estaba en un lugar más o menos lejano, como otra provincia u otro país, entonces tenías que pedir una conferencia, que era más cara. Recuerdo haber oído más de una vez a mi abuela decir aquello de «no hables mucho rato, que es conferencia». El coste de las llamadas se contaban por «pasos». Un paso creo que eran dos o tres minutos.

Si me cuentan hace 30 años que en un futuro no muy lejano íbamos a usar smartphones conectados a internet no me lo creo.