Los que tenemos cierta edad recordamos aquel líquido rojo que usábamos como antiséptico ante el mínimo rasguño. Estuvo con nosotros desde los años 30 del siglo pasado y es un invento del químico José Antonio Serrallach. Su composición consta básicamente de alcohol y mercurio, y su principal atractivo estaba en su característico color rojo chillón.
Usar mercromina molaba, te hacías un leve arañazo y después de la cura parecía que venías de la guerra. Llevar las rodillas untadas de mercromina te daba como un estatus especial, era algo así como la prueba de lo intensa que era tu actividad en el parque y mostrabas al mundo tus heridas de guerra con orgullo.
Pero un buen día, misteriosamente la mercromina desapareció de los botiquines caseros y en su lugar llegó el usurpador, Betadine, que se ve que desinfecta más y mejor, pero no te deja aspecto de haberte peleado con un oso grizzly. Su color amarillento les quita mucho mérito a los desconchones de las rodillas. Si al hecho de que mata más microbios le sumamos que se empezó a saber que el mercurio es muy tóxico y nocivo para el organismo, el Betadine consiguió desterrar definitivamente a la mercromina y se convirtió en el rey absoluto del botiquín.
El caso es que la mercromina aún se vende en farmacias porque, por lo visto, no tiene nada de perjudicial. Lo que pasa es que casi nadie la compra, por lo que me extraña que aún haya algún laboratorio que la fabrique.